3-30 SABADO SANTO

Hoy, 30 de marzo, es Sábado Santo. Es el día de la espera. El cuerpo inerte de Jesús ha sido colocado en el sepulcro y, no muy lejos, María permanece en oración, acompañando a la Iglesia.

Un gran silencio envuelve la tierra

El Papa Emérito Benedicto XVI, en el año 2010, expresaba hermosamente aquello que define al Sábado Santo:

«El Sábado Santo es el día del ocultamiento de Dios, como se lee en una antigua homilía: “

¿Qué es lo que hoy sucede?

Un gran silencio envuelve la tierra; un gran silencio y una gran soledad, porque el Rey duerme (…). Dios ha muerto en la carne y ha puesto en conmoción a los infiernos” (Homilía sobre el Sábado Santo: PG 43, 439)».

Estas palabras evocan el Credo cuando profesamos que Jesucristo “padeció bajo el poder de Poncio Pilato, fue crucificado, muerto y sepultado, descendió a los infiernos y al tercer día resucitó de entre los muertos”.

No es poca cosa pensar en que Cristo “descendió a los infiernos”.

El Señor ha llevado hasta lo impensable su amor, y ha penetrado la soledad más absoluta, en la lejanía más extrema. Desde aquel primer Sábado Santo sabemos que no hay nada que escape al amor de Dios. Incluso en la mayor de las tinieblas ha brillado su Luz.

María, madre de la esperanza, nos enseña esperar y confiar

En ese momento, cuando Dios ha dejado el mundo y todo es desolación, María confía en las promesas de su Hijo y conserva la esperanza en su interior. Ella se hace madre de la espera paciente. Está dolida por la muerte de su hijo ciertamente, pero mantiene viva la llama de la fe. Cuando todos parecen dar la espalda, allí está la Madre, de pie, en esperanza.

El P. Juan José Paniagua, en una reflexión sobre el Sábado Santo, recordaba que muchos de los seguidores de Jesús -amigos, discípulos, apóstoles- se desilusionaron porque creían que él iba a ser el “Gran Mesías” de Israel: un guerrero que los liberara del dominio romano con puño de hierro y un ejército numeroso.

Por eso, al ver que Cristo se dejó crucificar y murió, muchos quedaron tristes y desilusionados. “Jesús fracasó, volvamos a nuestras tareas ordinarias”, pensaron los discípulos de Emaús.

El grupo más cercano a excepción de María, Juan y algunas mujeres eran presa del miedo, y estaban escondidos.

Incluso las mujeres que estuvieron al pie de la Cruz daban por muerto al Maestro. Ellas acudieron a embalsamar el cuerpo del Señor, algo que solo se hace con la convicción de que todo ha terminado. Habían olvidado la promesa de la resurrección de Cristo, o, lo que es peor, recordando la promesa, no le dieron crédito a lo dicho por el Señor.

¡Qué contraste con la Virgen! ¡Bendita sea la Madre de Dios! Porque cuando todos desfallecían, solo Ella se mantuvo firme. Hoy, es “el día del ocultamiento de Dios», es verdad, pero también es la “hora de María”, es la hora de la fe.

Bienaventurados los que creen sin haber visto

Quizás por esa falta de fe, cuando encontraron el sepulcro vacío “se llenaron de terror”. No entendían por qué no estaba el cuerpo de Jesús y al aparecer el ángel, una de ellas le pregunta: “¿Adónde se han llevado al Señor?” Sólo cuando ven a Cristo aparecer, creen.

La Virgen María, en cambio, no fue al sepulcro porque conservaba intactas la fe y la esperanza. María sí había acogido la palabra de Dios en su corazón. Ella no estaba desilusionada, ni asustada, ni desconfiaba. Ella elige esperar la resurrección de su Hijo.