6-12 BEATA FLORIDA CEVOLI
6-12 BEATA FLORIDA CEVOLI
Florida nació en Pisa el 11 de noviembre de 1685, de familia noble. Ingresó en las clarisas capuchinas el año 1703, llegando a ser la mejor discípula y compañera de Santa Verónica Giuliani, a la que sucedió en el cargo de abadesa. Se distinguió por su espíritu de oración, su inserción en las tareas sencillas y cotidianas de la vida comunitaria, sus carismas extraordinarios, y por el impulso que dio a su Orden en la observancia fiel de la Regla. Murió el 12 de junio de 1767 en Città di Castello (Perusa). La beatificó San Juan Pablo II el 16 de mayo de 1993.
DATOS INICIALES
Lucrecia, undécima de los catorce hijos de los condes Curzio Cevoli y Laura della Seta, nació en Pisa el 11 de noviembre de 1685: «Salió una niña agraciada, de índole despierta y de buena inteligencia», afirman quienes oyeron hablar de sus primeros años. En contraste con la precocidad mental, tardó en aprender a andar; era gordota y no podía tenerse en pie. La condesa, su madre, lo atribuía al vicio de hacerse llevar en brazos y hacía responsable del retraso a la nodriza; pero hubo de convencerse de que la causa estaba en la debilidad de las piernas, que no sostenían el peso del cuerpo.
Entre tantos hermanos y hermanas mayores que ella, era normal que se convirtiera en el centro de atención de la noble familia y de la servidumbre. Pero a medida que Lucrecia fue adquiriendo conciencia de sí misma, se observó en ella una reacción de rechazo hacia las manifestaciones de afecto, que pudo ser interpretado como síntoma de un temperamento apático o esquivo que podía comprometer la normalidad de las relaciones en el futuro. La realidad era que estaba naciendo en su ánimo -como ella explicará más tarde- un instinto superior que la llevaba a evitar todo apego humano y toda complacencia sensible, para poder reservar su corazón para Aquel que, ya entonces, atraía su corazón, si bien todavía a escala infantil.
Sorprendía a los demás con imprevistos desplantes, que desconcertaban. Hallándose toda la familia de veraneo en su quinta de Cevoli, la turba de los hermanos organizó una comedia de títeres. Todos se dieron a componer y vestir los muñecos y a disponer la sucesión de las escenas. A Lucrecia se le confió el encargo de manejar los hilos, escondida bajo el tablado. En lo mejor de la representación, ante numerosos invitados, he aquí que las figuras se paran de pronto; la pequeña operadora se niega a continuar no obstante todas las insistencias. Aquella normal satisfacción ante el aplauso general por el éxito produjo en ella una repulsa súbita, como si estuviera sustrayendo a Dios lo que a El solo pertenecía.
A este sentido de rectitud se unía una capacidad tal de discernimiento que la hacía descubrir sin esfuerzo el desagrado de Dios en sus acciones y en sus sentimientos. Hasta el afecto que profesaba a su buena nodriza le pareció quitárselo a Dios. Una de las infidelidades de la infancia, que dejó en ella recuerdo permanente, fue en relación con la Virgen María. Una mañana le había ofrecido un hermoso clavel ante un gran cuadro que había en una sala; pero más tarde, con la volubilidad propia de la edad, fue a quitarlo y llevárselo. Por la noche, en el examen de conciencia que acostumbraba a hacer, tuvo fuerte remordimiento de semejante conducta.
Lucrecia crecía bella, con una belleza que todos admiraban. Un día, siendo de unos seis años, oyó cómo las mujeres de casa ponderaban entre ellas el atractivo de la condesita silenciosa. Y le vino el deseo de cerciorarse hasta dónde era verdad. Se subió con una silla sobre una mesita para mirarse en un espejo, pero al puesto de éste se encontró delante un cuadro de la Virgen, y oyó en su interior que le decía:
— ¡Eres boba! ¿De qué sirven tales vanidades? Te basta ser bella en el alma.
Le hicieron tal efecto estas palabras que, llena de vergüenza, cerró todos los ventanillos. Y por toda la vida lloraría aquella condescendencia con la vanidad.
Por lo demás, su adiposidad venía a contrapesar la delicadeza de sus facciones y le procuraba no pocas desazones, ya que a veces tenía que renunciar a acompañar a los suyos en las salidas para no serles de estorbo.
Entre los hermanos mayores había uno, Doménico, que supo ganarse de modo especial su confianza, tal vez por cierta afinidad de temperamento y de riqueza interior. Era aficionado a la pintura y pasaba parte del tiempo encerrado en su estudio, donde nadie tenía entrada excepto Lucrecia, once años más joven que él. Vino a ser su confidente y también su maestro de dibujo, habilidad que le sería muy útil después en la vida claustral. Este pintor-ermitaño, que moriría en fama de santidad, ejerció sin duda un influjo en la orientación ascética de la hermanita.
Lucrecia aprendió las primeras letras y se había iniciado en las labores femeninas en la casa paterna; pero su rango familiar exigía una formación intelectual y social en un internado según el uso de la época. A los trece años entró como educanda en el «noble monasterio» de clarisas de San Martín, donde ya la habían precedido dos hermanas suyas. Bajo la guía de las religiosas adquirió una esmerada formación literaria, con un dominio notable de la lengua latina e italiana, sin excluir la poesía; se perfeccionó en el bordado y demás aptitudes femeninas.
Al propio tiempo llamó la atención de sus educadoras por su profunda piedad, su espíritu de mortificación y su afán de retiro, como también por su porte absorto y grave, que le mereció el sobrenombre de la abadesita; y no precisamente a motivo de sus modales afectados: todo lo contrario, mostraba fuerte repugnancia a dejarse servir por las religiosas conversas, como ya lo había hecho en su casa con la servidumbre.
La educación recibida no modificó en ella aquella su actitud esquiva hacia cualquier lisonja o halago por parte de nadie, aun a riesgo de pasar por descortés, siendo como era de trato fino y afable.
EL LLAMAMIENTO DE DIOS
Cuando Lucrecia se despidió de las clarisas, su vocación estaba ya decidida. Ella misma refirió más tarde el porqué de su opción por el lejano monasterio de las capuchinas de Città di Castello. Estando todavía en el educandato, aprovechó la presencia de un confesor extraordinario, barnabita, que gozaba fama de docto y de santo, para exponerle sus anhelos de una vida de escondimiento y de austeridad, en pobreza total. El religioso examinó el espíritu de la joven y sus motivos. Luego lo hizo delante de sus padres. Al reparo de éstos sobre la lejanía de aquel monasterio, respondió Lucrecia que precisamente por eso lo había preferido, para poner distancia entre su vida retirada y su patria y familia. Había además otro motivo: hasta Pisa había llegado la fama de sor Verónica Giuliani, la estigmatizada, que formaba parte de aquella comunidad.
No fue fácil lograr el consentimiento de las capuchinas; fue necesario valerse de algunas influencias, entre otras la de la princesa Violante de Baviera, esposa de Fernando de Médici, hijo del Gran Duque de Toscana. En marzo de 1703 llegó respuesta afirmativa. Y comenzaron los preparativos para el viaje de la esposa. Era uso entonces que, antes de dejar el mundo para encerrarse en el convento, la joven aspirante hiciera una gira, en traje nupcial, para despedirse de parientes y conocidos, emprendiendo después el viaje. Llegado el día de la vestición, la esposa era llevada por las calles hasta la iglesia conventual, en carroza, bien escoltada de damas y caballeros. Pues bien, Lucrecia había soñado para tal ocasión «un vestido de brocado con fondo rosa»; pero, cuando llegó el momento de probárselo, se halló con que el que le habían preparado tenía el fondo blanco. Pudo dominar el primer sentimiento de contrariedad acordándose de que había pedido al Señor verse privada, en aquella gira, de toda satisfacción por legítima que fuera.
Recorrió primero los monasterios de Pisa. Después, acompañada de sus padres, se puso en camino, haciendo etapa en Florencia, donde fue muy agasajada por el Gran Duque y su familia. Reanudó el viaje, o mejor peregrinación, hacia el santuario de Loreto, donde pidió por devoción el honor de barrer la santa Casa, y lo hizo de rodillas, vestida de esposa, con el alma llena de consuelo.
Llegada a Città di Castello, esperó la admisión formal, con el voto de la comunidad, y la vestición; ésta se celebró el 7 de junio de 1703, fiesta de Corpus Christi; la presidió el obispo, quien le impuso el nombre de sor Florida, por devoción al patrono de la ciudad, san Florido. Se había preparado a la nueva vida mediante la renuncia a toda satisfacción terrena; Dios le hizo ver, en ese mismo momento, que debía renunciar también a los consuelos espirituales. El rito de la vestición se concluía con un gesto de elocuente significado: el obispo ponía en el hombro de la novicia una cruz desnuda de madera, y ella se encaminaba, a lo largo de la iglesia, hacia la puerta del monasterio. La cruz era ligera, pero sor Florida la halló tan pesada, que a duras penas podía andar.
FUENTE ACIPRENSA