Nació en Fontiveros, provincia de Ávila (España), hacia el año 1542. Pasados algunos años en la Orden de los carmelitas, fue, a instancias de santa Teresa de Ávila, el primero que, a partir de 1568, se declaró a favor de su reforma, por la que soportó innumerables sufrimientos y trabajos. Murió en Úbeda el año 1591, con gran fama de santidad y sabiduría, de las que dan testimonio precioso sus escritos espirituales.

Nació en Fontiveros, provincia de Ávila (España), hacia el año 1542. Pasados algunos años en la Orden de los carmelitas, fue, a instancias de Santa Teresa de Jesús, el primero que, a partir de 1568, se declaró a favor de su reforma, por la que soportó innumerables sufrimientos y trabajos. Murió en Ubeda el año 1591, con gran fama de santidad y sabiduría, de las que dan testimonio precioso sus escritos espirituales.

Gonzalo de Yepes pertenecía a una buena familia de Toledo, pero como se casó con una joven de clase «inferior», fue desheredado por sus padres y tuvo que ganarse la vida como tejedor de seda. A la muerte de Gonzalo, su esposa, Catalina Alvarez, quedó en la miseria y con tres hijos. Jitan, que era el menor, nació en Fontiveros, en Castilla la vieja, en 1542.

Asistió a una escuela de niños pobres en Medina del Campo y empezó a aprender el oficio de tejedor, pero como no tenía aptitudes, entró más tarde a trabajar como criado del director del hospital de Medina del Campo. Así pasó siete años. Al mismo tiempo que continuaba sus estudios en el colegio de los jesuitas, practicaba rudas mortificaciones corporales.

A los veintiún años, tomó el hábito en el convento de los carmelitas de Medina del Campo. Su nombre de religión era Juan de San Matías. Después de hacer la profesión, pidió y obtuvo permiso para observar la regla original del Carmelo, sin hacer uso de las mitigaciones (permisos para relajar las reglas) que varios Pontífices habían aprobado y eran entonces cosa común en todos los conventos.

San Juan hubiese querido ser hermano lego, pero sus superiores no se lo permitieron. Tras haber hecho con éxito sus estudios de teología, fue ordenado sacerdote en 1567. Las gracias que recibió con el sacerdocio le encendieron en deseos de mayor retiro, de suerte que llegó a pensar en ingresar en la Cartuja.

En 1571, Santa Teresa asumió por obediencia el oficio de superiora en el convento no reformado de la Encarnación de Ávila y llamó a su lado, San Juan de la Cruz para que fuese su director espiritual y su confesor. La santa escribió a su hermana: «Está obrando maravillas aquí. El pueblo le tiene por santo. En mi opinión, lo es y lo ha sido siempre.» Tanto los religiosos como los laicos buscaban a San Juan, y Dios confirmó su ministerio con milagros evidentes.

Entre tanto, surgían graves dificultades entre los carmelitas descalzos y los mitigados. Aunque el superior general había autorizado a Santa Teresa a emprender la reforma, los frailes antiguos la consideraban como una rebelión contra la orden; por otra parte, debe reconocerse que algunos de los descalzos carecían de tacto y exageraban sus poderes y derechos. Como si eso fuera poco, el prior general, el capítulo general y los nuncios papales, daban órdenes contradictorias. Finalmente, en 1577, el provincial de Castilla mandó a San Juan que retornase al convento de Medina del Campo. El santo se negó a ello, alegando que había sido destinado a Ávila por el nuncio del Papa. Entonces el provincial envió un grupo de hombres armados, que irrumpieron en el convento de Ávila y se llevaron a San Juan por la fuerza. Sabiendo que el pueblo de Ávila profesaba gran veneración al santo, le trasladaron a Toledo.

Como Juan se rehusase a abandonar la reforma, le encerraron en una estrecha y oscura celda y le maltrataron increíblemente. Ello demuestra cuán poco había penetrado el espíritu de Jesucristo en aquellos que profesaban seguirlo.

La celda de San Juan tenía unos tres metros de largo por dos de ancho. La única ventana era tan pequeña y estaba tan alta, que el santo, para leer e1 oficio, tenía que ponerse de pie sobre un banquillo. Por orden de Jerónimo Tostado, vicario general de los carmelitas de España y consultor de la Inquisición, se le golpeó tan brutalmente, que conservó las cicatrices hasta la muerte. Lo que sufrió entonces San Juan coincide exactamente con las penas que describe Santa Teresa en la «Sexta Morada»: insultos, calumnias, dolores físicos, angustia espiritual y tentaciones de ceder. Más tarde dijo: «No os extrañe que ame yo mucho el sufrimiento. Dios me dio una idea de su gran valor cuando estuve preso en Toledo».

Los primeros poemas de San Juan que son como una voz que clama en el desierto, reflejan su estado de ánimo:

En dónde te escondiste,

Amado, y me dejaste con gemido.

Como el ciervo huiste,
habiéndome herido;
salí tras ti clamando, y eras ido.

El prior Maldonado penetró la víspera de la Asunción en aquella celda que despedía un olor pestilente bajo el tórrido calor del verano y dio un puntapié al santo, que se hallaba recostado, para anunciarle su visita. San Juan le pidió perdón, pues la debilidad le había impedido levantarse en cuanto lo vio entrar. «Parecíais absorto. ¿En qué pensabais?», le dijo Maldonado.

«Pensaba yo en que mañana es fiesta de Nuestra Señora y sería una gran felicidad poder celebrar la misa», replicó Juan.

«No lo haréis mientras yo sea superior», repuso Maldonado.

En la noche del día de la Asunción, la Santísima Virgen se apareció a su afligido siervo, y le dijo: «Sé paciente, hijo mío; pronto terminará esta Prueba.»

Algunos días más tarde se le apareció de nuevo y le mostró, en visión, una ventana que daba sobre el Tajo: «Por ahí saldrás y yo te ayudaré.» En efecto, a los nueve meses de prisión, se concedió al santo la gracia de hacer unos minutos de ejercicio. Juan recorrió el edificio en busca de la ventana que había visto. En cuanto la hubo reconocido, volvió a su celda. Para entonces ya había comenzado a aflojar las bisagras de la puerta. Esa misma noche consiguió abrir la puerta y se descolgó por una cuerda que había fabricado con sábanas y vestidos. Los dos frailes que dormían cerca de la ventana no le vieron. Como la cuerda era demasiado corta, San Juan tuvo que dejarse caer a lo largo de la muralla hasta la orilla del río, aunque felizmente no se hizo daño. Inmediatamente, siguió a un perro que se metió en un patio. En esa forma consiguió escapar. Dadas las circunstancias, su fuga fue un milagro.

FUENTE ACIPRENSA