Santa Catalina nació en 1347 en Siena, hija de padres virtuosos y piadosos. Ella fue favorecida por Dios con gracias extraordinarias desde una corta edad, y tenía un gran amor hacia la oración y hacia las cosas de Dios.
A los siete años, consagró su virginidad a Dios a través de un voto privado. A los doce años, la madre y la hermana de Santa Catalina intentaron persuadirla para llegar al matrimonio, y así comenzaron a alentarla a prestar más atención a su apariencia.
Para complacerlos, ella se vestía de gala y se engalanaba con joyas que se estilaban en esa época. Al poco tiempo, Santa Catalina se arrepintió de esta vanidad. Su familia consideró la soledad inapropiada para la vida matrimonial, y así comenzaron a frustrar sus devociones, privándola de su pequeña cámara o celda en la cual pasaba gran parte de su tiempo en soledad y oración.
Ellos le dieron varios trabajos duros para distraerla. Santa Catalina sobrellevó todo esto con dulzura y paciencia. El Señor le enseñó a lograr otro tipo de soledad en su corazón, donde, entre todas sus ocupaciones, se consideraba siempre a solas con Dios, y donde no podía entrar ninguna tribulación.
Más adelante, su padre aprobó finalmente su devoción y todos sus deseos piadosos. A los quince años de edad, asistía generosamente a los pobres, servía a los enfermos y daba consuelo a los afligidos y prisioneros.
Ella prosiguió el camino de la humildad, la obediencia y la negación de su propia voluntad. En medio de sus sufrimientos, su constante plegaria era que dichos sufrimientos podían servir para la expiación de sus faltas y la purificación de su corazón.
Luego de tres años de vida solitaria en su hogar, Santa Catalina sintió que el Señor la estaba llamando en ese momento a llevar una vida más activa. Por lo tanto, comenzó a relacionarse más con los demás y a servirlos. Dios recompensó su caridad con los pobres a través de varios milagros, a menudo multiplicando víveres en sus manos, y haciendo que ella pudiera llevar todo lo necesario a los pobres, lo cual no hubiera podido lograrlo de otro modo a través de su fortaleza natural.
En su ardiente caridad, trabajó intensamente por la conversión de los pecadores, ofreciendo sus continuas oraciones y ayunos. En Siena, cuando hubo un terrible brote de peste, trabajó constantemente para aliviar a los enfermos. «Nunca se la vio tan admirable como en ese momento”, escribió un sacerdote que la había conocido desde su infancia. «Siempre estaba con los que padecían por causa de la peste; los preparaba para la muerte y los enterraba con sus propias manos.
Yo mismo fui testigo del gozo con que los atendía y de la maravillosa eficacia de sus palabras, que dieron lugar a muchas conversiones.»
Todos sus discursos, acciones y su silencio inducían a los hombres al amor a la virtud, de tal modo a que nadie, de acuerdo al Papa Pío II, que se acercara alguna vez a ella regresaba sin ser una mejor persona. Santa Catalina era capaz de reconciliar a los peores enemigos, más a través de sus oraciones que de sus palabras.
Por ejemplo, un hombre a quien ella estaba tratando de persuadir para que llevara una vida virtuosa, cuando Santa Catalina vio que sus palabras no estaban teniendo efecto, ella hizo una pausa repentina en su discurso para ofrecer oraciones por él. Sus oraciones fueron escuchadas en ese mismo instante, y un cambio radical se produjo en el hombre. Luego se reconcilió con sus enemigos y adoptó una vida penitencial.
Los pecadores más empedernidos no podían resistir sus exhortaciones y oraciones en pos de un cambio de vida. Miles acudían a escucharla o solo a verla, y fueron ganados por sus palabras y por su ejemplo de arrepentimiento.
Se reunieron alrededor de la santa un grupo de fervientes seguidores. Por ejemplo, un ermitaño de edad avanzada abandonó su soledad para estar cerca de ella porque decía que encontraba más paz de mente y progreso en la virtud siguiéndola que lo que jamás hubiera hallado en su celda.
Otro descubrió que cuando ella hablaba, el amor divino se inflamaba en todo su ser, y su desprecio por lo mundano aumentaba. Un cálido afecto la vinculaba a aquellos a quienes ella llamaba su familia espiritual – hijos suyos dados por Dios a quienes podía ayudar a lo largo del camino hacia la perfección.
Ellos eran testigos de su espíritu de profecía, su conocimiento de las conciencias de los demás y su extraordinaria luz en las cuestiones espirituales. Ella leía sus pensamientos y frecuentemente tenía conocimiento de sus tentaciones cuando se alejaban de ella. En ese momento la opinión pública acerca de Catalina estaba dividida; varios la reverenciaban como a una santa, mientras que otros la consideraban una fanática o la denunciaban como hipócrita. Su confesor de ese tiempo, el Padre Raimundo, sería posteriormente el biógrafo de la santa.